Decía Sófocles, el famoso dramaturgo griego, que los hombres libres hablan lenguas libres. La libertad de expresión era un culto en la cultura grecolatina, una manera de pararse frente al mundo y decir lo que uno quiere sin tapujos, sin más asideros que la opinión de cada cual, de cada quien.
Lo mismo va para la lengua española: la hablamos y escribimos como hombres y mujeres libres, la conservamos y la transformamos según nuestras necesidades y propósitos. Pero la libertad también les ofrecía a los antiguos una parcela común para discutir y argumentar, para ponerse de acuerdo y pactar aquello que los hacía fuertes frente a los grandes imperios invasores de sus tierras, de su lengua.
Los griegos, en libertad, preservaron su propia cultura porque sabían que en ella residía lo mejor de su sociedad, lo más profundos saberes y deberes. Es decir: sus costumbres y tradiciones lo mismo que su capacidad de soñar un futuro para todos los seres libres que tenían ideas propias, pensamientos distintos.
La libertad es una idea en evolución constante y cosa igual puede decirse de nuestro idioma: avanzamos como sociedad, como civilización, creando nuevas formas de expresión, dándole nuevos giros lingüísticos, nuevos significados, a las palabras que utilizamos día con día.
Nadie puede detener estos cambios. Nadie, con un mínimo de sentido común, cree que puede hacerse tal cosa. La lengua española, como el resto de las lenguas del mundo, está viva porque la seguimos moldeando a diestra y siniestra. Una lengua está muerta no porque no se use en la actualidad (aquí el latín es el ejemplo mayor) sino porque nadie la retuerce, la cambia, la trastoca. El respeto a una lengua es como una sentencia de muerte, como un embalsamamiento.
Una lengua está viva si la gente la usa a su real entender, si la sociedad depende de ella para todas sus necesidades y requerimientos. De ahí que por más que se utilice en ceremonias oficiales del Vaticano, el latín del imperio Romano es una reliquia intacta, limpia de incorrecciones, que no se habla en la plaza pública sino en los cubículos de los especialistas y en las celdas de los conventos y monasterios.
Al oírlo nos recuerda un pasado de luces y sombras, pero no nos remite al mundo contemporáneo, pleno de voces que distorsionan o recomponen nuestro léxico, nuestra ortografía y redacción. Es, en todo caso, un cadáver conservado por motivos religiosos o políticos, pero sin significado real entre el pueblo mismo, su real hacedor y transformador.
Sin embargo, el decir la palabra cambio parece como si este concepto se equiparara al de destino. Que el cambio sea un factor esencial para comprender la realidad en que vivimos no significa que el provenir sea lo que hoy decimos vaya a ser. Muchas palabras inventadas o muchos giros lingüísticos han terminado por tener una vida efímera, por usarse sólo por un momento de la historia de nuestra lengua.
Lo que hoy es moda, mañana es galimatías. El centro de la lengua, su capacidad de expresar las cosas por su nombre y que estos nombres abarquen a la mayor parte de los hablantes y escribientes de tal idioma, es lo que mantiene la cohesión interna de cualquier lengua. Es el núcleo de su permanencia (incluidos cambios y transformaciones en cada época y con cada circunstancia).
La lengua, en todo caso, es un tesoro que cuidamos y, a la vez, es una fiesta donde todos participan y en la cual puede suceder lo más escandaloso y bizarro, lo más detestable y risible. Un acto de vida en movimiento.